martes, 5 de octubre de 2010

Christian Bobin

A la pregunta siempre embarazosa: ¿qué estás escribiendo ahora?, respondo que escribo sobre flores, y que otro día elegiré un tema todavía más nimio, más humilde si cabe. Una taza de café solo. Las aventuras de una flor de cerezo. Pero por ahora tengo ya mucho para ver: nueve tulipanes muriéndose de risa en un jarrón transparente. Miro su estremecimiento bajo las alas del tiempo que pasa. Tienen una manera radiante de estar indefensos, y escribo esta frase a su dictado: "Lo que constituye un acontecimiento es lo que está vivo y lo que está vivo es lo que no se protege de su pérdida".

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De la extenuación al frescor: ese es el verdadero sentido de mis días.

En un libro policiaco, de pronto, unas páginas superfluas para la narración: unas consideraciones divertidas sobre la pintura de los impresionistas. Ese es el tipo de milagro que yo busco en los libros -las digresiones, las zonas perdidas, los eriales. Si esas páginas sobre la pintura hubieran figurado en un libro de arte, me habrían gustado menos. Como si la novela policiaca hubiera sacrificado todo para continuar su relato. Pero no: en pleno centro del desastre, uno se para, enciende un cigarrillo y habla de la luz de los cerezos en flor.

El arte de la conversación es el arte mayor. Los que gustan brillar en él no entienden nada. Hablar de verdad, es amar, y amar de verdad, no es brillar, es arder.

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Hay una literatura que es suntuosa, sobrecargada de oro y de autoestima. Considera el hecho de escribir mayor que la vida. No conoce nada más noble que una buena frase. Engendró, sin lugar a dudas, obras maestras, y me resulta indiferente. Es de una literatura distinta de la que estoy hambriento. Es tan antigua como la primera. No supone menos trabajo pero no busca lo mismo. O mejor: hay una manera de escribir que busca, no encuentra más que por accidente o por gracia, y sigue buscando. Y hay una manera de escribir que da vueltas en torno a su espejo, una novia que se prueba el traje. Esa no busca nada. No tiene nada que buscar, ha encontrado desde siempre con quien casarse: con ella misma. Sus virtudes no me impresionan. No admiro una obra porque me dicen que la admire sino por el poder del amor que vibra en ella. Lo que yo entiendo aquí por amor no es nada sentimental. El amor que es únicamente real es de una dureza increíble. Esa es la palabra: increíble. El poeta Henri Pichette dice que nunca se debería escribir ni una sola frase que no se pudiera susurrar al oído de un agonizante. Pues bien, eso es exactamente. La manera de escribir que a mí me gusta es exactamente eso. Y todos nosotros somos agonizantes, ¿no? ¿A dónde me conducen tales reflexiones? A nada, a nada. No es nada de importancia: una subida de fiebre. Lo que digo aquí, puedo decirlo de otra manera: hay una palabra de príncipes y hay una palabra de mendigos. La de los príncipes es como una estancia en la que no hubiera nada y en la que al mismo tiempo todo estuviera lleno, lleno a rebosar. Es una palabra que está sorda de bastarse a sí misma. La de los mendigos, por el contrario, contiene en ella el vacío suficiente, de espacio, de silencio, para que el primer llegado se deslice en ella encontrando allí su bien. Es una palabra que deja en ella sitio a otra, que hace posible la llegada de algo distinto a ella misma. Ya sabéis: la vieja tradición de poner en la mesa un plato de más para un visitante imprevisto. Esas son las palabras que a mí me gustan. Es en esas mesas donde mejor como.


                                                                               Christian Bobin
                                                                               Traducción de José Areán

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